“Y Jehová Dios procedió a tomar al hombre y a establecerlo en el jardÃn de Edén para que lo cultivara y lo cuidara.” (GÃNESIS 2:15.)
Era y todavÃa es el propósito original del Creador que humanos obedientes disfruten de una vida sin vejez, continuamente rebosante de vigor juvenil, sin aburrimiento, siempre con un propósito que valga la pena cumplir, una vida de amar y ser amados verdadera y altruistamente, perfectamente... ¡en un paraÃso! (Génesis 2:8; compárese con Lucas 23:42, 43.)
Puede que al principio el primer hombre, Adán, arrobado por esta experiencia original gozosa de hallarse vivo en un hogar terrestre perfecto, ni pensara en cómo habÃa llegado a la existencia ni por qué. DifÃcilmente pudo haber contenido sus clamores de alegrÃa. Notó que se expresaba en palabras. Se oyó a sà mismo hablar en el lenguaje del hombre, comentar sobre las cosas hermosas que veÃa y oÃa. ¡Qué bueno era estar vivo aquà en este jardÃn paradisÃaco! Pero el deleite de irse llenando de información por lo que veÃa, oÃa, olÃa y sentÃa lo estimularÃa a pensar. Si a nosotros se nos colocara en las mismas circunstancias, verÃamos en ellas un misterio, un misterio que no podrÃamos resolver nosotros mismos.
No es misterio la existencia humana
El primer hombre, Adán, no quedó en desconcierto por mucho tiempo por hallarse vivo y solo, sin ver a ninguna otra criatura como él en el jardÃn paradisÃaco. Oyó una voz, oyó hablar a alguien. El hombre entendió. Pero ¿dónde estaba el que hablaba? El hombre no veÃa a nadie hablando. La voz venÃa de lo invisible, de la región vedada a la vista humana, y le hablaba a él. ¡Era la voz del Hacedor del hombre, su Creador! El hombre pudo contestarle con la misma clase de habla. Empezó a hablar con Dios, el Creador. El hombre no necesitó ningún radiorreceptor como los de la ciencia moderna para oÃr la voz divina. Dios conversaba directamente con él como criatura suya.
Ahora el hombre se dio cuenta de que no estaba solo, lo que debe haberle hecho sentirse mejor. HabÃa muchas cosas que querÃa saber. PodÃa hacer sus preguntas ahora al Ser invisible que le hablaba. ¿Quién lo habÃa hecho a él, y quién habÃa hecho este jardÃn de placer? ¿Con qué fin se le habÃa puesto donde estaba, y qué habrÃa de hacer con su vida? ¿TenÃa propósito su existencia? Este primer hombre, Adán, fue objeto de cariño e interés paternal, pues sus preguntas recibieron una contestación que satisfizo su mente inquisitiva. ¡Cuánto debe haber deleitado al Hacedor del hombre, su Dador de Vida, su Padre celestial, escucharle empezar a hablar, decir sus primeras palabras! ¡Qué feliz se sintió el Padre celestial al oÃr a su hijo terrestre hablar con él! La pregunta que naturalmente se presentarÃa primero serÃa: “¿Cómo he llegado a la existencia?”. El Padre celestial la contestó con gusto, y asà Dios reconoció que este primer hombre era hijo suyo. Era “hijo de Dios”. (Lucas 3:38.) Jehová se identificó como el Padre de este primer hombre, Adán. De su Padre celestial, aquà está la esencia de la respuesta que Adán recibió a su pregunta y que pasó a su prole:
“Y Jehová Dios procedió a formar al hombre del polvo del suelo y a soplar en sus narices el aliento de vida, y el hombre vino a ser alma viviente. Además, Jehová Dios plantó un jardÃn en Edén, hacia el este, y allà puso al hombre que habÃa formado. Asà Jehová Dios hizo crecer del suelo todo árbol deseable a la vista de uno y bueno para alimento, y también el árbol de la vida en medio del jardÃn, y el árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. Ahora bien, habÃa un rÃo que procedÃa de Edén para regar el jardÃn, y de allà empezaba a dividirse y llegaba a ser, por decirlo asÃ, cuatro cabeceras”. (Génesis 2:7-10.)
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